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25.5.08

La Princesa Azilhú (17)

Después de cabalgar durante un buen rato, Beltrán llegó a su casa. Dejó el caballo, cogió su equipaje y entró muy deprisa hacia su habitación. Estaba muy enfadado. Estaba enfadado consigo mismo. No podía estarlo con nadie más. Nadie le había obligado a ir a buscar a Azilhú. Él lo había decidido solito y fue una mala decisión. Ahora lo sabía. Se encerró en su habitación y se tumbó en la cama, mirando hacia el techo. Los pensamientos en su cabeza le martilleaban el cerebro y la respuesta a todas sus preguntas siempre era la misma: ¡qué tonto he sido! Aunque intentaba pensar en otra cosa, siempre volvía a lo mismo, a su cita, a su torpeza, a su ingenuidad y, de nuevo, la respuesta: ¡qué tonto he sido!
Llevaba ya más de una hora encerrado en su habitación. Su abuela no lo había visto llegar pero lo había oído subir las escaleras a toda prisa y cerrar la puerta de su dormitorio con un portazo. Sabía que algo había ido mal, pero no se atrevía a molestarle. Se acercó a la puerta, no se oía nada. Estaba preocupada por él, no sabía qué había ocurrido. Se decidió a llamarle. Golpeó la puerta.
- Sí, ¿quién es?
- Beltrán, soy yo. ¿Estás bien? ¿Te ocurre algo?
- Abuela, no tengo ganas de hablar ahora, luego charlamos, ¿vale?
- De acuerdo, hijo, como tú quieras...
La abuela se preocupó un poco más. Beltrán era un chico muy comunicativo y le gustaba hablar con su abuela, de hecho, ella era la única que sabía sobre su cita con Azilhú. Pero también sabía que debía dejarle tiempo para pensar, él tenía algo rondándole por la cabeza y se sentía mal, eso estaba clarísimo. Sólo tenía que dejarle un poco de tiempo y él mismo le contaría...

Por su parte, Azilhú también pensaba en Beltrán, con una gran diferencia, ella sabía lo que había ocurrido y sabía lo que debería estar pensando Beltrán pero no podía hacer nada por cambiarlo, por poner remedio.
Había subido, de nuevo las escaleras. Ahora veía con más claridad dentro de la cueva. El dragón seguía en la entrada. Se acercó hacia otra zona del interior y descubrió unos recipientes, imaginó que allí era donde habían cocinado otras chicas la comida para ellas mismas y para el dragón. Recordaba la receta para hacer oso con guindillas, cerdo con pimientos, pollos encebollados... y muchas más que había aprendido a hacer. Ahora entendía para qué le servían todas aquellas recetas que su madre se había empeñado en enseñarle.
El dragón tenía fama de ser muy comilón, claro, que también era muy grande y podía acabar con un cerdo enterito en 3 bocados, pero también tenía fama de enfadarse con gran rapidez cuando alguna comida no le gustaba y entonces, fruncía el ceño fuertemente, pataleaba en el suelo haciendo que se moviera todo el terreno a su alrededor, expulsaba humo por los orificios de su nariz y una gran llamarada de fuego por su boca y quemaba todo lo que se interpusiera en su camino: persona, animal o cosa, así que, si llegaba el momento, lo mejor era estar lo más lejos posible de él.

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